miércoles, octubre 31, 2012

Viaje del héroe

Quieres que quiera
pero yo
no quiero
o quién sabe
si es destino
dioses
azar
macumba
estadísticas

pero quiero, sí
aprenderte
batallar
hundirme
morir adentro
de vos

en campo de batalla
de lugares comunes
clichés y obviedades
las certidumbres son las primeras en caer

lunes, octubre 01, 2012

Diario de un peatón

Publicado en revista La Otra
(fotos: María Grazia Goya/ @magraziagoya)


Soy de la minoría que no tiene carro propio en Guayaquil. En realidad somos más, pero a veces pareciera que ni existimos. Nos resulta complicado movilizarnos en transporte colectivo, o peor aún, a pie.

Si vamos en bus, tenemos que lidiar con la ausencia de paraderos, el desaseo de los vehículos, las carreras entre buseteros, la música a todo volumen, los choros y los vendedores ambulantes que no aceptan un no como respuesta. En la metrovía podemos encontrarnos hasta con Guillermo Lasso, toca apretujarnos como sardinas y no falta el sabido que aprovecha para darlecariño” a una desconocida o robarle el celular a los bocabiertas que se quedan dormidos.

Quienes no utilizan el transporte público han de pensar que así debe ser y que uno se acostumbra. Cuando hubo el conflicto entre el Presidente y el Alcalde de Guayaquil por el puente de la Unidad Nacional, a algunos vecinos de Pelucolandia (y tal vez a unos pocos duraneños con carro) se les hacía difícil entender que los usuarios de transporte público no debían llegar a Guayaquil por el Puente Alterno Norte (PAN), sino por el puente de la Unidad Nacional.

Usar el PAN los habría obligado a levantarse más temprano para ir al trabajo y regresar más tarde a casa, pero al tratar de impedir el ingreso de buses por esa vía, el alcalde Nebot privilegiaba a los habitantes de La Puntilla y Samborondón, que no habrían perdido tanto tiempo, y en todo caso, viajaban cómodamente en su vehículo. Finalmente se construyó un nuevo puente, el plan de desviar los buses quedó en nada y esa gente puede pasar más tiempo en su hogar.

Guayaquil es poco amigable con el peatón, y la solución que nos imponen como último recurso es el uso de pasos peatonales, medida que constituye una verdadera tortura para las embarazadas y personas de la tercera edad. Ni siquiera consideran la posibilidad de colocar semáforos para peatones. La ciudad está pensada para recorrerla en carro, y hay tramos de avenidas grandes en los que debemos caminar distancias ridículas, de hasta uno o dos kilómetros, para encontrar un semáforo.

No faltará el “conductor profesional” que te tire el carro encima si no cruzas la calle rápido, solo porque ignora o no le importa si la ley de tránsito lo obliga a dar preferencia al peatón. Reclamar es solo el preludio de un combate verbal en el que la ventaja la tiene el que puede acelerar luego de arrollarte, o como le pasó a un músico en Quito, para que se bajen dos gorilas y te caigan a golpes por igualado.

En algunas partes del sur quedan remembranzas de esa idea de barrio que permitía a la gente interactuar y ser una comunidad, hacer ciudadanía desde el elemental concepto de vecindad. Ahora las ciudadelas amuralladas parecen castillos medievales en los que ni siquiera permiten abrir una tienda. Los vecinos que no tienen recursos para amurallarse, se conforman con instalar rejas que impiden la libre movilización en las calles, que dejan de ser de uso público. El so close, faraway.

No se avizora un cambio en el horizonte, así que tocará darnos por vencidos. Si queremos caminar sin que nos miren raro o nos atropellen, la mejor opción será el mall.

El cambio inconcebible

Publicado en revista La Otra

Hasta hace poco, a ningún padre de familia se le ocurría sacar a sus hijos de escuelas y colegios privados para ponerlos en instituciones públicas. La calidad de la educación pública, las paralizaciones de clases, el costo de la matrícula y los pagos adicionales no justificaban ese cambio. En las instituciones públicas, tocaba pagar extra para mejorar la fachada, comprar bancas para que los hijos no estudien en el piso, y hacer colecta para pagar el sueldo de los profesores que hacían falta. El último colegio que se construyó en Guayaquil tenía 30 años. Era inconcebible una educación gratuita de calidad en este país. Utópico pensar que los estudiantes de escuelas públicas tendrían internet, tablets o libros gratis.

Lo más que esperaban los padres de familia y estudiantes era que los educadores no hicieran paro antes de empezar las clases, que les pagaran a tiempo, aunque el sueldo no les alcanzaba y los obligaba a cachuelear en instituciones privadas o trabajos que nada tenían que ver con su profesión. Las clases eran pura repetición y memorización, y era imposible evaluar técnicamente a los maestros y capacitarlos para mejorar la calidad de la educación que brindaban. Ni hablar de becas y créditos para garantizar sus capacidades, o de una Universidad para el magisterio. Como no tenían un salario unificado, recibían menos dinero al jubilarse. El grupo político que dominó el magisterio no logró mejorar la educación, y aunque ha perdido la legitimidad y capacidad de movilización de antaño, tiene la intención de volver.

La universidad no estaba al alcance de todos, solo de los que tenían dinero para pagarla, y ni de broma les ofrecían un sueldo por ser buenos estudiantes. La educación dependía de la chequera de los papás, no del potencial. A nadie se le ocurría estudiar en las mejores universidades del mundo con gastos pagados, o recibir un homenaje presidencial por sus logros.

La educación era una causa perdida. Solo los idealistas habrían apostado por un cambio.