La búsqueda del cine experimental va más allá del tema narrativo, e incluso, del formato. Sus realizadores trabajan con el lenguaje y el soporte. Las propuestas son tan diversas que resulta difícil encasillarlo por sus elementos constitutivos, definiéndose más por lo que no es. Probablemente esa excesiva riqueza es la que ha alejado a los grandes públicos, esos que ven al cine como una apuesta segura de simple entretenimiento.
Esa visión ha llevado al cine experimental a limitaciones en cuanto a la producción, distribución y proyección; pero la falta de recursos y espacios no ha impedido a cientos de artistas demostrar que se puede hacer mucho más con el celuloide y con la luz. La difusión se realiza generalmente en festivales y mediante la organización cooperativa de los realizadores, además de los medios online en los casos en que el formato lo permite. El cine experimental persiste, innova y suma propuestas a un público que tiene cada vez más posibilidades de llegar a conocer trabajos que antes se quedaban aislados en pequeños circuitos.
Es el caso de la obra de Len Lye, artista neozelandés que entre 1957 y 1958 hizo Free radicals, un cortometraje sin cámaras, actores, diseño de producción, argumento, explosiones, efectos 3D ni mujeres en bolas. No se trata del celuloide captando la luz, es Lye haciendo cine sin la mediación de la cámara y la luz. La película empieza directamente en la sala de montaje, no en locaciones. La versión final se concluyó en 1979.
Se trata de raspones en película de 16 mm. elaborados con objetos que van desde las agujas a las puntas de flecha. El montaje realizado con cinta adhesiva dio como resultado una serie de figuras que aparecen y desaparecen al ritmo de música africana de fondo, como si se tratara de un ecualizador gráfico y constituye uno de los grandes referentes del cine experimental.
No es de sorprender que al combinarse con la música, las líneas y puntos nos hagan pensar en la sabana africana, el monte que fluye al vaivén del viento, las montañas que alteran el horizonte, caos, lluvia que da lugar a la vida o las estrellas y el fuego que rompen la noche. Elementos propios de una geografía particular en la que no resultan extraños los cuerpos solos o entrelazados que ejecutan antiguas danzas tribales.
La música de Free radicals nos lleva al prejuicio y constituye un fuerte elemento discursivo. No en vano se resalta su origen e intérpretes al principio del cortometraje. Se trata de música de percusión de la tribu Baguirmi de Chad y no está solamente para marcar el fluir de las imágenes en el celuloide. Además nos lleva a un continente específico y nuestra experiencia más elemental hará inevitable relacionarlos con temas similares.
¿Resultaría Free radicals igual de poderoso si se lo combinara con jazz, pasacalle o reggaetón? Volvamos a la figura del ecualizador gráfico. Cualquier tipo de música se puede asociar con la variación de figuras, pero a lo mejor habría sido conceptualmente más débil. La versión “Johnathan Livingston” colgada en Youtube es un ejemplo. No utiliza música, solo unos cuántos efectos de sonido que nos remiten al futurismo, pero no es lo mismo. Le falta la meticulosidad de Lye.
Los símbolos y formas abstractas que reaccionan a la música son más elementales que los dibujos encontrados en Altamira, propios de un tiempo en que no existía la escritura. ¿Habrían utilizado nuestros ancestros este tipo de figuras para acompañar su música? ¿Pudo ser este un sistema prístino de notación musical si Lye hubiera vivido en el neolítico? Son las “figuras del movimiento” de las que habló el mismo Lye.
Es de esperarse que Lye haya tenido claro el contenido de cada cuadro cuando empezó a raspar celuloide, incluso las herramientas a utilizar para cada momento, pero en este tipo de trabajo siempre habrá lugar para la improvisación. Las figuras son arbitrarias, aplicables más a una trama que a un sistema de escritura. En todo caso, aventurar una respuesta podría dar lugar a equívocos innecesarios y tal vez la idea de esta película no es la historia sino las emociones que surgen a partir de una técnica imposible de aplicar en tiempos de creación digital. Este cortometraje puede verse como un video musical poderoso, que no requiere más que el blanco y negro para fijarse en nuestra memoria y suscitar. En estos tiempos de parafernalia MTV, efectos especiales y grandes presupuestos, el montaje prevalece. Aquí hay poesía.
La labor de fijar las marcas en el celuloide resulta casi cavernaria, más ahora, cuando ni siquiera se requiere celuloide para hacer una película. La obra de Lye enfrenta lo moderno de forma efectiva y lo confronta. Solo le faltó estrenar el cortometraje en una cueva, utilizando la luz del sol en vez de un foco. Pero sin llegar a esos extremos, el grano, el tacto de la cinta, el carácter artesanal del montaje con cinta adhesiva, son técnicas que ya no podrán usarse en estos tiempos de archivos en la nube y pendrives.
Puede que ya no podamos seguir raspando o haciendo otro tipo de experimentos y generar emociones con la película, pero eso no implica el final del cine experimental, de la poética del celuloide que solo es posible mediante un contacto íntimo con el material. Por el contrario, implica nuevas búsquedas, nuevos experimentos nuevas visiones de cómo pensar, hacer y difundir el cine. Esto recién empieza.
lunes, febrero 29, 2016
martes, febrero 23, 2016
18h50
Moría la tarde de prisa
el viento arrastraba música bailable
y resaca prematura
ella se adentraba
ajena a la espuma y la sal que invadían sus piernas
a las olas que ceñían su vestido
Murmurando mantras amorosa
como quien decía
“ven mi niño a conocer el mar”
avanzaba tratando de sonreír
irradiaba caricias esparcía
en el agua las cenizas de nuestro hijo
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