Publicado en Revista La Otra
Si la mujer le pone los cachos, la mata a golpes. Si el marido le pone los cachos a ella, lo manda a matar. Si el tendero no le pudo pagar la deuda, le pega un tiro. Si el hincha se emociona mucho y lo insulta, lo arrastra con ayuda de los panas. Si la víctima no se deja robar, le clava un cuchillo en el vientre. Si se entera de que atropellaron a un ladrón, dice públicamente que en su lugar, le pasaría el carro encima varias veces. Si el gato de la vecina se pasa al otro patio, le pone una lata de atún envenenado.
A algunos se les hace más fácil matar al que causa problemas que resolver las cosas civilizadamente, consensuar, ceder, esperar o incluso resignarse. El “matar o morir” se ha convertido en “matar porque puedo”. Ya no es una cuestión de supervivencia, sino de poder. Ver al otro como un blanco, como un estorbo al que se puede hacer desaparecer. No como un ente individual que merece vivir, o al menos, como el integrante de una familia que quedará desamparada.
Cruzar la línea del respeto a la vida es fácil. A estas alturas, lo difícil sería culpar a un solo factor de tantos posibles, que no son mutuamente excluyentes: violencia en la televisión y videojuegos, alcohol, drogas, pobreza, ambición, moda, facilidades para contratar sicarios o conseguir armas. Los sicarios no asesinarían a nadie, si no fueran contratados, así que culparlos por todo es caer en el facilismo. Pareciera que la única forma de parar este tipo de violencia es ponerle un policía a cada ciudadano, no para que esté seguro, sino para que no se le ocurra asesinar o mandar a matar a otro por cualquier nimiedad.
No estamos al nivel de las masacres en colegios, guerras civiles, atentados terroristas o genocidios, pero podría pasar si seguimos viendo una sola muerte sin inmutarnos o si nos limitamos a cambiar de tema después de culpar a otro, a la mala aplicación de la justicia, a las novelas de narcos o los videojuegos. El debate sobre la inseguridad y la violencia debe darse en eventos públicos y masivos, pero también en casa con la familia, durante el lunch con los compas del trabajo.
Si permitimos por acción o inercia que sea irrelevante la muerte del enemigo, el rival, el desconocido, el anónimo o el gato de la vecina, ya no importará de qué lado del arma estemos o si somos testigos frente al televisor. Habremos perdido todos.
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