Baltasar es un dealer quiteño que se ha quedado sin cosecha y recurre a una pareja de ancianos, que le dan parte de su producción de Ecuatorian Shetta, una variedad de marihuana que no es de este mundo. Luego empieza a distribuirla entre sus clientes mientras pasa el día con su hija. Puede que los diálogos o el deambular de Baltasar y su hija por las calles y alrededores de Quito resulten flojos, pero podrían explicarse como una deriva, la deriva propia de quien ha consumido marihuana de la buena y se distrae un poco, pero la pasa bien. En ese sentido, la existencia de extraterrestres pasa a ser una excusa para divagar, compartir momentos y explicar el argumento sin profundizar en él. Lo mismo pasa con el tiempo que pasa con sus proveedores y clientes. La relación que se da va más allá del tema comercial y ese es otro tema que se impone en la propuesta.
A diferencia de otras cintas cannábicas como Pineapple express (David Gordon Green, 2008) o Harold & Kumar Go To White Castle (Danny Leiner, 2004), enfocadas en exaltar las bondades del consumo, o de las películas para denigrarlo, como Reefer madness (Louis J. Gasnier, 1936) o Marihuana (Dwain Esper, 1936), Ecuatorian Shetta se enfoca en mostrar el mundo del dealer. No cae en el discurso notorio para justificar algo que aún es ilegal en Ecuador, simplemente lo normaliza. Baltasar lleva la Ecuatorian Shetta en un maletín de médico y esa es una declaración de principios. No se trata de un paria social. Baltasar es un distribuidor de medicina que ofrece su producto a clientes de clase media-media alta, que lo consumen como medicina, pero también para fines recreativos. Incluso se salva de su encuentro con la policía por no tener pinta de dealer del bajo mundo y andar con su hija.
Sin ir a los extremos, la fotografía de tonos saturados, el ralenti y el sonido buscan acercar al espectador a la experiencia de consumir marihuana. Esta cinta cannábica es la ópera prima del director Daniel Varela y se filmó en 17 días, con pocos recursos, entre los que se incluye el fondo de fomento al Cine nacional de Producción y Postproducción para película de bajo presupuesto y la participación en works in progress en Bolivia Lab y el Festival La Orquídea de Cuenca.
Título original: Ecuatorian Shetta
Año: 2018
Duración: 62 mn
País: Ecuador Ecuador
Producción: Juliana Khalifpe y Sarahí Echeverría
Dirección: Daniel Varela
Guion: Daniel Varela
Música: Hombre Pez
Fotografía: Camilo Coba
Montaje: Sergio Venturini
Arte: Nicolás Platanoff y Paola Granja
Protagonistas: Gabriel Granja, Manuela Gutiérrez Cáceres, Pablo Aguirre, María Del Carmen De la Torre, Doménica Terán, Kazuhiro Takami, Jean Paul Gortaire, Nadine Muñoz, Fernanda Ponce y Pablo Cabrera.
Productora: Pulpobal Producciones
Género: Drama | Stoner
lunes, diciembre 17, 2018
viernes, diciembre 07, 2018
Al infinito y más acá: Enterprisse, de Kiro Russo
El boliviano Kiro Russo llevó su cortometraje “Enterprisse” a festivales en Bratisteva, La Paz, Cambridge y Madrid. Un trabajo universitario que resalta el diálogo entre generaciones/universos, y en el que las cosas no siempre son lo que parecen.
Al principio, a pesar de estar en blanco y negro, cualquier millennial reconoce a Woody, el vaquero de “Toy Story” (John Lasseter, 1995) tirado en una plaza con la mirada hacia el infinito. Después, la geometría de un mueble de sala sirve de excusa para reconocer al cargador en su barrio, un lugar evidentemente pobre, en el momento en que parte a ver al Woody hacia el parque de diversiones. Allí notamos que Woody es un monigote gigante que debe llevar a sus espaldas mientras sube las escaleras de un cerro.
Cuando el cargador llega al parque, nos damos cuenta de que no todo pare lo que es: el Woody dista mucho del original. Estamos en una feria de pueblo, un lugar poco elegante, que presenta otro universo, uno más bien precario.
Enterprisse de Kiro Russo from Universidad del Cine on Vimeo.
Poco a poco, el montaje se acelera y nos recuerda a algunos momentos de El hombre de la cámara (Dziga Vertov, 1928). Además, los planos en que se muestra el hierro y el movimiento, le dan un aire futurista, que lleva al cargador al asombro. Esa oda al movimiento, que parece provocar al infinito, termina en un momento de silencio, en un plano de nubes que raya en lo sublime. Entonces, el cargador se decide y se sube al juego. A partir de entonces, la película deja de verse en blanco y negro y el color invade. Vemos al cargador en primer plano, como tratando de mantener la compostura, pero su emoción es evidente. Ha cobrado vida. Ha llegado al infinito.
Al principio, a pesar de estar en blanco y negro, cualquier millennial reconoce a Woody, el vaquero de “Toy Story” (John Lasseter, 1995) tirado en una plaza con la mirada hacia el infinito. Después, la geometría de un mueble de sala sirve de excusa para reconocer al cargador en su barrio, un lugar evidentemente pobre, en el momento en que parte a ver al Woody hacia el parque de diversiones. Allí notamos que Woody es un monigote gigante que debe llevar a sus espaldas mientras sube las escaleras de un cerro.
Cuando el cargador llega al parque, nos damos cuenta de que no todo pare lo que es: el Woody dista mucho del original. Estamos en una feria de pueblo, un lugar poco elegante, que presenta otro universo, uno más bien precario.
Enterprisse de Kiro Russo from Universidad del Cine on Vimeo.
Poco a poco, el montaje se acelera y nos recuerda a algunos momentos de El hombre de la cámara (Dziga Vertov, 1928). Además, los planos en que se muestra el hierro y el movimiento, le dan un aire futurista, que lleva al cargador al asombro. Esa oda al movimiento, que parece provocar al infinito, termina en un momento de silencio, en un plano de nubes que raya en lo sublime. Entonces, el cargador se decide y se sube al juego. A partir de entonces, la película deja de verse en blanco y negro y el color invade. Vemos al cargador en primer plano, como tratando de mantener la compostura, pero su emoción es evidente. Ha cobrado vida. Ha llegado al infinito.
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