Publicado en revista Soho #105
Por Rafael Méndez MenesesFotos: Amaury Martínez
Robinson y Alexander miran por la ventana las casas del cerro Las Cabras. Unas palomas llegan a buscar alimento en la calle. Están en la zona comercial de Durán, y en los alrededores, hay gente bebiendo en la acera. Uno de los borrachitos pasa tambaleándose por media calle y espanta a las palomas. Al rato pasa otro sin camisa y se pierde entre la poca gente que aún transita por allí. Los niños se bajan de la silla y se ponen a jugar con un paquete de pañales, sin saber lo difícil que será para la mamá conseguir más.
Jéssica Villalá Domínguez prepara la sala para la Novena en memoria de su esposo. Estuvo unida con Miguel durante cinco años y pide que se haga justicia. “No quiero dinero ni dialogar. Espero que las autoridades hagan lo que tienen que hacer. Mi hijo menor tiene once meses y no se da cuenta, pero el mayor ya tiene dos años y se acuerda todo el tiempo del papá. Cuando llega a la casa, llega con una ilusión de verlo en el cuarto. Le digo que no está, aún no tengo palabras para decirle lo que pasó”. Mientras lo dice, Robinson llama al papá desde el patio y a ella se le quiebra la voz y se le humedecen los ojos. Algún día le dirá que Miguel repetía todo el tiempo que no quería dejar solos a sus hijos mientras agonizaba por el licor adulterado.
Miguel Holguín Merino iba a cumplir 30 años. Su sobrino Lindimberg Marichal Avilés ya los cumplió en marzo. Se hicieron panas en el Colegio Eloy Alfaro, cuando Miguelacho estaba en sexto curso, y Liky en cuarto. Liky es empleado en el municipio de Durán y Miguel era guardia de seguridad. Tenían por costumbre tomarse unos tragos en casa de Miguel en sus días libres. A veces con otros familiares, pero casi siempre los dos solos en el patio o la sala. Hablaban de lo que les pasaba en el trabajo, de chupas anteriores o aventuras del colegio. En cuanto se mareaba, Miguel se iba a dormir.
El domingo siete de agosto, Lindimberg fue a buscar a su tío, pero él dijo “No Liky, yo estoy libre lunes y martes, ven a buscarme mañana”. Ese lunes 8, a las seis de la tarde el sobrino regresó y preguntó “¿Vacilamos?”. “Ya ñaño, vacilamos” respondió Miguel. Desde que salió a la venta, hace tres años, siempre tomaban vino Tres Marías, que compraban a un dólar el cartón. “Éramos vineros –recuerda Licky-, y siempre comprábamos donde Rafa porque a veces hasta nos fiaba”.
Se instalaron en el patio de la casa de Miguel. Liky sentó en un banco y Miguel en una jaba de cervezas. A ratos llegaban otros parientes, que se tomaban unos tragos y se retiraban. Esa noche se tomaron quince cartones de vino Tres Marías. Recordaron anécdotas del pasado: cuando se hacían la pava los viernes con sus novias para irse a pasear, o cuando se fueron en grupo a chupar a la Primavera I, esa vez los asaltaron unos pandilleros que les dieron duro y casi los matan, excepto a Miguelacho, que se escondió en un restaurante y se reía de los demás, que huían a toda carrera. Casi no hablaban de temas personales o familiares. “Éramos más bien cohibidos en esas cosas, pero ese día nos acordamos de tantas historias, que parecía una despedida”, recuerda Liky.
Miguel era alegre y divertido. Más cuando tenía sus tragos en el mate y decía “Liky, ¿estoy malcriado o no estoy malcriado”?, frase que siempre terminaba con una carcajada. Lindimberg respondía “No, está todo bien Miguelito”. Miguel se fue a dormir poco después de la media noche. Liky regresó su casa y se quedó dormido en el sofá de la sala hasta las seis de la mañana, como de costumbre. Lo inusual al martes siguiente era el fuerte mareo y el dolor de cabeza. “Todo era vuelta y vuelta y vuelta”, recuerda. No fue a trabajar el martes ni el miércoles, ni siquiera quería contestar el teléfono. Su esposa Angélica lo convenció de ir el jueves al hospital. Cuando ya se estaba vistiendo, lo llamó llorando su primo, el abogado Chechín, a decirle “ñaño, se acaba de morir Miguelito por tomar ese vino”. Durante el trayecto al hospital, Liky no pensó en su propio malestar, solo en su tío Miguelacho. Su pana. Su compinche. Sencillamente no lo podía creer.
Al principio lo atendieron en el hospital del IESS de Durán. Le pusieron una venda en los ojos, y etanol por vía intravenosa. Perdió el conocimiento. Despertó en el hospital del IESS del Sur, en Guayaquil, donde llegó personal del Ministerio de Salud a entrevistarlo y tomarle muestras de sangre para investigaciones. Estuvo hospitalizado y medicado hasta el sábado en la mañana, no le daban el alta, y para ir al sepelio, amenazó con fugarse. Tenía pendientes inyecciones, suero y pastillas, se sentía mareado, pero “Quería acompañar a Miguelacho al cementerio, estar allí con él, como tantas veces”, comenta.
Cuando Lindinberg y Miguel se envenenaron con el licor adulterado con metanol, ya se había dado la alerta, habían fallecido más de 34 personas, pero pensaban que solo el San Francisco y el Zuno estaban prohibidos. No sabían que su favorito, el Tres Marías, también estaba en la lista negra, ni que Don Rafa les iba a vender vino adulterado. Siempre lo consideraron una persona seria y de confianza que los conocía desde pequeños. Cuando Lindinberg salió del hospital, se enteró de que habían detenido a Don Rafa para investigaciones, y ya estaba en manos de la justicia al fallecer Miguel. “Al menos a Rafa lo van a ver en la cárcel. A mi tío, ¿cuándo lo vemos?” pregunta Liky.
Resulta que al día siguiente de haber libado con su sobrino, Miguel se instaló durante horas a tomarse él solo dos botellas de Zuno Durazno y 10 cartones de Tres Marías. Hasta vio en las noticias que habían capturado a la dueña de una tienda vecina, pero no se le ocurrió que a él también le habían vendido vino adulterado. El miércoles a las diez de la noche, el dolor de cabeza era insoportable y se fue con un sobrino al hospital del IESS de Durán, donde solo le dieron una receta. Ya en casa, Miguel se acostó, pero seguía mal. Jéssica llamó a su cuñada, que vive en el cerro Las Cabras, y se lo llevaron a la una al Hospital Luís Vernaza. Según ella, los médicos le pusieron inyecciones y le dijeron que estaba chuchaqui.
Jéssica se quedó cuidando a los niños y esperó despierta hasta las tres de la mañana, cuando Miguel se levantó para bañarse. Tenía un fuerte dolor de cabeza, vómitos y ardor en el estómago. Se acostaba y levantaba desesperado a cada rato. Ella lo seguía por toda la casa preguntando qué tenía. Miguel se acostó, y no se volvió a levantar. Jéssica constató después que su esposo había tenido todos los síntomas de la intoxicación por alcohol metílico. Hasta la fecha, el Hospital Vernaza no ha aclarado las circunstancias en que Miguel volvió a su casa la primera vez. Su versión es que “El paciente ingreso el día 11 de agosto a las 01H35 am y fallece el mismo día a las 8:86 am, con un paro cardio respiratorio lo cual no supera el paciente y fallece”.
Livington Gonzaga es sobrino de Miguel y vive en una casa ubicada en el patio. También estuvo tomando con ellos el lunes. No tomó Zuno, solo un poco del Tres Marías y se fue a dormir. El miércoles vio salir a Jéssica gritando “No te vayas, no me dejes”. Entró a la casa y con ayuda de un amigo, se llevaron a Miguel al Hospital Luís Vernaza, donde los médicos lo entubaron y le pusieron suero. Le dio un paro, y falleció a las ocho de la mañana.
Antes de que empiece la novena, llega Don Antonio, el vecino, y les da algo de comida a los niños. Lo hace todas las mañanas, se queda un rato y se va. Es evidente que él no tiene mucho, pero eso no impide que haya solidaridad. Cuando Jéssica se acuerda de la atención recibida en los hospitales o de Don Rafa, aflora algo de rabia y frustración. Sus ojos permanecen rojos, pero se niega a decir cómo se siente. Trata de ser práctica porque no tiene alternativa. En la empresa de Miguel, le dijeron que no le podían dar más dinero porque la muerte no se había dado en horas laborables. Ella dejó de recibir el bono de desarrollo hace dos años. Espera conseguir ayuda para poder vender patacón, papa rellena y pescado frito en la casa. Con los dos niños en brazos, le resulta imposible buscar trabajo en otro lado. Mientras tanto, pasa todo el día haciendo sus monigotes para venderlos a fin de año. Miguel le hizo una tarima hace tres años y ya está casi llena. Ese será su único ingreso “seguro”.
Cae la tarde y afuera el movimiento decrece. Llegan de la empresa eléctrica a dejar la planilla de la luz. Alexander se asoma contento, pensando tal vez que se trataba de su papá. Se queda como pensativo, balbuceando mientras observa al mensajero marcharse ya casi en la obscuridad.
Jéssica Villalá Domínguez prepara la sala para la Novena en memoria de su esposo. Estuvo unida con Miguel durante cinco años y pide que se haga justicia. “No quiero dinero ni dialogar. Espero que las autoridades hagan lo que tienen que hacer. Mi hijo menor tiene once meses y no se da cuenta, pero el mayor ya tiene dos años y se acuerda todo el tiempo del papá. Cuando llega a la casa, llega con una ilusión de verlo en el cuarto. Le digo que no está, aún no tengo palabras para decirle lo que pasó”. Mientras lo dice, Robinson llama al papá desde el patio y a ella se le quiebra la voz y se le humedecen los ojos. Algún día le dirá que Miguel repetía todo el tiempo que no quería dejar solos a sus hijos mientras agonizaba por el licor adulterado.
Miguel Holguín Merino iba a cumplir 30 años. Su sobrino Lindimberg Marichal Avilés ya los cumplió en marzo. Se hicieron panas en el Colegio Eloy Alfaro, cuando Miguelacho estaba en sexto curso, y Liky en cuarto. Liky es empleado en el municipio de Durán y Miguel era guardia de seguridad. Tenían por costumbre tomarse unos tragos en casa de Miguel en sus días libres. A veces con otros familiares, pero casi siempre los dos solos en el patio o la sala. Hablaban de lo que les pasaba en el trabajo, de chupas anteriores o aventuras del colegio. En cuanto se mareaba, Miguel se iba a dormir.
El domingo siete de agosto, Lindimberg fue a buscar a su tío, pero él dijo “No Liky, yo estoy libre lunes y martes, ven a buscarme mañana”. Ese lunes 8, a las seis de la tarde el sobrino regresó y preguntó “¿Vacilamos?”. “Ya ñaño, vacilamos” respondió Miguel. Desde que salió a la venta, hace tres años, siempre tomaban vino Tres Marías, que compraban a un dólar el cartón. “Éramos vineros –recuerda Licky-, y siempre comprábamos donde Rafa porque a veces hasta nos fiaba”.
Se instalaron en el patio de la casa de Miguel. Liky sentó en un banco y Miguel en una jaba de cervezas. A ratos llegaban otros parientes, que se tomaban unos tragos y se retiraban. Esa noche se tomaron quince cartones de vino Tres Marías. Recordaron anécdotas del pasado: cuando se hacían la pava los viernes con sus novias para irse a pasear, o cuando se fueron en grupo a chupar a la Primavera I, esa vez los asaltaron unos pandilleros que les dieron duro y casi los matan, excepto a Miguelacho, que se escondió en un restaurante y se reía de los demás, que huían a toda carrera. Casi no hablaban de temas personales o familiares. “Éramos más bien cohibidos en esas cosas, pero ese día nos acordamos de tantas historias, que parecía una despedida”, recuerda Liky.
Miguel era alegre y divertido. Más cuando tenía sus tragos en el mate y decía “Liky, ¿estoy malcriado o no estoy malcriado”?, frase que siempre terminaba con una carcajada. Lindimberg respondía “No, está todo bien Miguelito”. Miguel se fue a dormir poco después de la media noche. Liky regresó su casa y se quedó dormido en el sofá de la sala hasta las seis de la mañana, como de costumbre. Lo inusual al martes siguiente era el fuerte mareo y el dolor de cabeza. “Todo era vuelta y vuelta y vuelta”, recuerda. No fue a trabajar el martes ni el miércoles, ni siquiera quería contestar el teléfono. Su esposa Angélica lo convenció de ir el jueves al hospital. Cuando ya se estaba vistiendo, lo llamó llorando su primo, el abogado Chechín, a decirle “ñaño, se acaba de morir Miguelito por tomar ese vino”. Durante el trayecto al hospital, Liky no pensó en su propio malestar, solo en su tío Miguelacho. Su pana. Su compinche. Sencillamente no lo podía creer.
Al principio lo atendieron en el hospital del IESS de Durán. Le pusieron una venda en los ojos, y etanol por vía intravenosa. Perdió el conocimiento. Despertó en el hospital del IESS del Sur, en Guayaquil, donde llegó personal del Ministerio de Salud a entrevistarlo y tomarle muestras de sangre para investigaciones. Estuvo hospitalizado y medicado hasta el sábado en la mañana, no le daban el alta, y para ir al sepelio, amenazó con fugarse. Tenía pendientes inyecciones, suero y pastillas, se sentía mareado, pero “Quería acompañar a Miguelacho al cementerio, estar allí con él, como tantas veces”, comenta.
Cuando Lindinberg y Miguel se envenenaron con el licor adulterado con metanol, ya se había dado la alerta, habían fallecido más de 34 personas, pero pensaban que solo el San Francisco y el Zuno estaban prohibidos. No sabían que su favorito, el Tres Marías, también estaba en la lista negra, ni que Don Rafa les iba a vender vino adulterado. Siempre lo consideraron una persona seria y de confianza que los conocía desde pequeños. Cuando Lindinberg salió del hospital, se enteró de que habían detenido a Don Rafa para investigaciones, y ya estaba en manos de la justicia al fallecer Miguel. “Al menos a Rafa lo van a ver en la cárcel. A mi tío, ¿cuándo lo vemos?” pregunta Liky.
Resulta que al día siguiente de haber libado con su sobrino, Miguel se instaló durante horas a tomarse él solo dos botellas de Zuno Durazno y 10 cartones de Tres Marías. Hasta vio en las noticias que habían capturado a la dueña de una tienda vecina, pero no se le ocurrió que a él también le habían vendido vino adulterado. El miércoles a las diez de la noche, el dolor de cabeza era insoportable y se fue con un sobrino al hospital del IESS de Durán, donde solo le dieron una receta. Ya en casa, Miguel se acostó, pero seguía mal. Jéssica llamó a su cuñada, que vive en el cerro Las Cabras, y se lo llevaron a la una al Hospital Luís Vernaza. Según ella, los médicos le pusieron inyecciones y le dijeron que estaba chuchaqui.
Jéssica se quedó cuidando a los niños y esperó despierta hasta las tres de la mañana, cuando Miguel se levantó para bañarse. Tenía un fuerte dolor de cabeza, vómitos y ardor en el estómago. Se acostaba y levantaba desesperado a cada rato. Ella lo seguía por toda la casa preguntando qué tenía. Miguel se acostó, y no se volvió a levantar. Jéssica constató después que su esposo había tenido todos los síntomas de la intoxicación por alcohol metílico. Hasta la fecha, el Hospital Vernaza no ha aclarado las circunstancias en que Miguel volvió a su casa la primera vez. Su versión es que “El paciente ingreso el día 11 de agosto a las 01H35 am y fallece el mismo día a las 8:86 am, con un paro cardio respiratorio lo cual no supera el paciente y fallece”.
Livington Gonzaga es sobrino de Miguel y vive en una casa ubicada en el patio. También estuvo tomando con ellos el lunes. No tomó Zuno, solo un poco del Tres Marías y se fue a dormir. El miércoles vio salir a Jéssica gritando “No te vayas, no me dejes”. Entró a la casa y con ayuda de un amigo, se llevaron a Miguel al Hospital Luís Vernaza, donde los médicos lo entubaron y le pusieron suero. Le dio un paro, y falleció a las ocho de la mañana.
Antes de que empiece la novena, llega Don Antonio, el vecino, y les da algo de comida a los niños. Lo hace todas las mañanas, se queda un rato y se va. Es evidente que él no tiene mucho, pero eso no impide que haya solidaridad. Cuando Jéssica se acuerda de la atención recibida en los hospitales o de Don Rafa, aflora algo de rabia y frustración. Sus ojos permanecen rojos, pero se niega a decir cómo se siente. Trata de ser práctica porque no tiene alternativa. En la empresa de Miguel, le dijeron que no le podían dar más dinero porque la muerte no se había dado en horas laborables. Ella dejó de recibir el bono de desarrollo hace dos años. Espera conseguir ayuda para poder vender patacón, papa rellena y pescado frito en la casa. Con los dos niños en brazos, le resulta imposible buscar trabajo en otro lado. Mientras tanto, pasa todo el día haciendo sus monigotes para venderlos a fin de año. Miguel le hizo una tarima hace tres años y ya está casi llena. Ese será su único ingreso “seguro”.
Cae la tarde y afuera el movimiento decrece. Llegan de la empresa eléctrica a dejar la planilla de la luz. Alexander se asoma contento, pensando tal vez que se trataba de su papá. Se queda como pensativo, balbuceando mientras observa al mensajero marcharse ya casi en la obscuridad.