Publicado en revista La Otra
Hasta hace poco, a ningún padre de familia se le ocurría sacar a sus hijos de escuelas y colegios privados para ponerlos en instituciones públicas. La calidad de la educación pública, las paralizaciones de clases, el costo de la matrícula y los pagos adicionales no justificaban ese cambio. En las instituciones públicas, tocaba pagar extra para mejorar la fachada, comprar bancas para que los hijos no estudien en el piso, y hacer colecta para pagar el sueldo de los profesores que hacían falta. El último colegio que se construyó en Guayaquil tenía 30 años. Era inconcebible una educación gratuita de calidad en este país. Utópico pensar que los estudiantes de escuelas públicas tendrían internet, tablets o libros gratis.
Lo más que esperaban los padres de familia y estudiantes era que los educadores no hicieran paro antes de empezar las clases, que les pagaran a tiempo, aunque el sueldo no les alcanzaba y los obligaba a cachuelear en instituciones privadas o trabajos que nada tenían que ver con su profesión. Las clases eran pura repetición y memorización, y era imposible evaluar técnicamente a los maestros y capacitarlos para mejorar la calidad de la educación que brindaban. Ni hablar de becas y créditos para garantizar sus capacidades, o de una Universidad para el magisterio. Como no tenían un salario unificado, recibían menos dinero al jubilarse. El grupo político que dominó el magisterio no logró mejorar la educación, y aunque ha perdido la legitimidad y capacidad de movilización de antaño, tiene la intención de volver.
La universidad no estaba al alcance de todos, solo de los que tenían dinero para pagarla, y ni de broma les ofrecían un sueldo por ser buenos estudiantes. La educación dependía de la chequera de los papás, no del potencial. A nadie se le ocurría estudiar en las mejores universidades del mundo con gastos pagados, o recibir un homenaje presidencial por sus logros.
La educación era una causa perdida. Solo los idealistas habrían apostado por un cambio.
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