miércoles, agosto 20, 2025

Mafalda: no a la sopa, sí al encebollado

Fotos: Kira Méndez Calderón

Mafalda llegó a Guayaquil entre aplausos, risas y calor, acompañada por algunos de sus lectores más fieles y de la mano del escultor Pablo Irrgang. En plena esquina de 9 de Octubre y Escobedo, se incorpora a la historia de ese pedacito de la ciudad por donde pasaban tranvías, canillitas, comerciantes, opiómanos y personajes de ficción. 

No es cualquier esquina. De la 9 de Octubre no se puede escribir nada que no se sepa ya. Pero la calle Escobedo es una esponja de la memoria en el mapa urbano de Guayaquil con una historia poco difundida. Fue conocida originalmente como la de los Trapitos porque allí se vendían telas, y con el tiempo, pasó a ser la Calle Maldita por culpa de los fumaderos de opio, a los que llegó el mismísimo Medardo Ángel Silva, tapiñado con su alias Jean d’Agréve, para contar ese submundo: 

“El corredor es largo y oscuro. Huele a humedad, a tumba. Sobre las cabezas de los visitantes hilan sus telas frágiles las arañas silenciosas. Se oye el caer pesado de las cucarachas y el ruido áspero con que rasguñan las paredes.” 

Pero Medardo no fue el único escritor en retratar la vida de esas calles. También deambularon por ahí Francisco Pérez Febres-Cordero y Jorge Martillo Monserrate, para luego inmortalizar una ciudad que se cae a pedazos, dejando en pie joyas patrimoniales como el edificio de El Universo. Y en la ficción, deambuló Octavio Ramírez, el hombre muerto a puntapiés en el cuento de Pablo Palacio. 

La Mafalda de Pablo Irrgang 

Pablo Irrgang se convirtió en el escultor oficial de Mafalda por casualidad, por una funcionaria que lo recomendó ante los vecinos del edificio donde vivía Quino. Pablo propuso hacer el diseño que conocemos y a Quino le encantó. Luego llevaron una Mafalda a Oviedo, cuando el autor recibió el premio Príncipe de Asturias, y ante la broma interna de llevar a Mafalda a todo el mundo, las invitaciones siguieron llegando. 

A Pablo le encanta tener a Mafalda junto a un edificio patrimonial , inaugurado en 1924 por la Gran Logia Masónica del Ecuador, pero que luego funcionó como peluquería y restaurante y terminó convertida en la sede de Diario El Universo. Justo en esta esquina se asolea Mafalda desde el 25 de julio. No llegó a cortarse el pelo ni a tomar sopa, pero quién sabe. Como en otras ciudades de España, Argentina, Venezuela y Perú, descansa en una banca esperando turistas que quieran compartir con ella.

A pocos metros está la estatua del bombero, otra presencia instagrameable del sector. Puede que un día Mafalda se gradúe de guayaca y recorra la ciudad entre comerciantes informales, estudiantes y canillitas, buscando la sombra de los soportales mientras le pide a la madrina la única sopa que se va a convertir en su favorita: un buen encebollado con harto chifle. 

Pero hoy, Mafalda es la niña que no se traga ni la sopa ni las mentiras. Sentarla ahí es un gesto político, poético y casi provocador. Ella, sin decir nada, observa el pasado masón, el presente trending, los incendios de antes y los de ahora. El humo viejo. El opio nuevo. El calor que descompone todo, incluso los discursos oficiales. 

Mafalda se sienta ahí, sí, pero no para quedarse callada. Ella, como Martillo, como Artieda, como Silva, como Palacio, vendrá a decir lo que no se quiere decir. A mirar desde abajo para incomodar a los de arriba. A compartir su interés por la justicia con el investigador del cuento de Palacio: 

—¿Y si en vez de estatuas, ponen escuelas, che? 

—¡Ya cállate, niña, que aquí no es Argentina! 

—¿Es que el mundo está mal repartido, viste? ¿Y si lo arreglamos desde esta esquina? 

Mientras tanto, la sirena sonará como cada mediodía, marcando el minuto exacto en que Guayaquil se detiene a respirar, pensar y seguir sudando. Y allí estará ella con su mirada fija para sacarnos una sonrisa desde el fondo de la amargura. Una niña bacana que llegó a Guayaquil a recordarnos que todavía podemos preguntar. Que todavía podemos decir: esta sopa no me gusta, ñaño.

Un recorrido por los clubes de lectura en Guayaquil

Texto Rafael Méndez Meneses

En el Puerto Principal siempre han existido varias cofradías de 'viajeros y viajeras interdimensionales' que cada tanto dejan sus actividades diarias, evaden el calor de estas tierras y exploran nuevos mundos. Todo mientras disfrutan una copa de vino o una taza de café. Bienvenidos a un recorrido por los clubes de lectura de Guayaquil. 

Despegue en 5…4…3… 

Guayaquil, aunque no lo parezca a simple vista, está llena de pasadizos hacia otras realidades. Mundos donde no hay escotillas escondidas, solo mensajes de whatsapp y publicaciones en redes sociales que funcionan como botellas lanzadas al mar. La moda no es nueva. El primer club de lectura guayaco nació en 1970, con encuentros pactados mediante teléfono o boca a boca, pero el éxito fue tal que se multiplicaron por todos lados, especialmente en las facultades de literatura. La vida para estas cofradías de lectores suelen ser ajetreados: un día pueden preparan recetas inolvidables en un pequeño restaurante de Kioto junto al escritor japonés Hisashi Kashiwai, en otro se encuentran cara a cara con el clown del autor guayaquileño Jorge Velasco Mackenzie, y otro esperan su turno para que la escritora bielorrusa Svetlana Alexiévich les muestre paisajes olvidados de Chernóbil. Por un lado están las iniciativas particulares, que iniciaron esta fiebre en 1970 y llevaron a la variedad que tenemos hoy. 

Livina Santos, que coescribió una tesis sobre clubes de lectura, ha coordinado talleres de lectura en los que prioriza lo teórico. Sus asistentes han llegado a ser agentes multiplicadores. “Hay una tendencia a decir que los jóvenes no leen por culpa de las redes sociales, pero hay muchas personas que lo hacen, aunque las editoriales digan que no. 

La lectura nunca fue una actividad multitudinaria, pero estamos entrando en un incremento de lectores y difusores literarios gracias a las redes sociales y la disponibilidad de libros digitales”, comenta mientras recuerda a ex talleristas que ahora coordinan sus propias tripulaciones, y a más viajeros esperando en cada puerto. 

Lectulandia 

En la misma onda están iniciativas como Palabralab, donde Adelaida Jaramillo y su tripulación tienen la misión “geoliteraria” de leer autoras y autores de todos los continentes. Estas lecturas se complementan con salidas “mataperreos”, porque un libro -dice Jaramillo- no termina en la última página y se expande a museos y escenarios. Leer, en su club, es una práctica política, afectiva y radical: una forma de estar en el mundo con más empatía y menos indiferencia. 

En otro rincón de este multiverso, Pilar Calderón lleva más de 25 años con el Club de lectura 2000, Club Millenium, Club de libro, Capítulo 8 y Club Naranjas. Sus compañeras de viaje tienen entre 50 y 70 años, y luchan contra los clásicos, se complican un poquito con los libros en Kindle y celebran las historias que más las conmueven en el papel. 

En los mismos horizontes se puede ver al club Denudosueltos, facilitado por María Leonor Baquerizo. Cada reunión es un intercambio entretenido sobre técnica narrativa, estructura, personajes y emoción pura. De vez en cuando María Leonor tiene sorpresas, como cuando leyeron Rapsodia en seco y teletransportaron a la mismísima Sonia Manzano para departir. Sí, una autora viva apareció en la dimensión del club. Un encuentro entre mundos. Un lujo literario. 

Por otro lado están las iniciativas institucionales, como el Club de lectura del MAAC en el que comparten textos, contextos, análisis de películas y hasta trivias para ver quién recuerda más detalles. En el caso de autoras como la Nobel Alice Munro, puede ser todo un reto. 

Por su parte, los intrépidos “Ratones de biblioteca”, que tienen como meta navegar cada libro de la Biblioteca de las Artes. Terminan cada jornada con ejercicios de creación de microcuentos o poemas. Se van a expandir con el podcast “Puerto de luna” en Radio Uartes y les interesa organizar eventos literarios. 

Por su parte, la Universidad Politécnica Salesiana cuenta con un proceso de lectoescritura iniciativa del poeta y docente Augusto Rodríguez, que incluye publicación y asistencia a recitales, ferias y festivales. Se diferencian de los demás en que trabajan mucho la poesía de referentes como Siomara España y Andrea Rojas Vásquez. 

La mayoría de sus viajes no tienen trama, pero sí ritmo y metáfora. Para los más peques, la Biblioteca de las Artes tiene a los Exploradores de Cuentos, que con cuentos en cubos, rondas, disfraces y elaboración de manualidades, lograron que los viajes interdimensionales comiencen antes de aprender a escribir y sin sacar pasaporte. 

Apuntes para la bitácora 

¿Qué tienen en común estos clubes tan distintos? Que en todos ellos ocurre lo mismo: una contadora, un estudiante o una jefa de hogar entran a la reunión con la cabeza llena de pendientes, preocupaciones, facturas o soledad… y sale de allí convertida. No porque haya escapado de su vida, sino porque ha aprendido a mirarla desde otro ángulo, como si su propia historia también pudiera ser leída. 

Para la gente que frecuenta estos espacios, un club de lectura no es un examen ni un salón académico. Es, una nave, una fiesta, un refugio y un ejercicio de imaginación colectiva. Es un lugar -dicen- donde se puede llorar con un poema, reír con una escena absurda o enojarse con un personaje (y decirlo en voz alta). Un lugar donde las páginas se cruzan con las vidas. 

Así que si está leyendo esto y hace tiempo no cruza un portal, tal vez sea hora de volver a abrir un libro, pero no en soledad. La próxima vez que vea un grupo de lectoras y lectores alrededor de una mesa, recuerda que están viajando muy lejos. Y quién sabe… quizás te están esperando.

Gatocracia cultural a lo guayaco

Texto: Rafael Méndez Meneses
Fotos: Kira Méndez Calderón

Lola, la gata de la Universidad de las Artes. Foto: Kira Méndez Calderón.

Los espacios culturales de Guayaquil tienen gatos encerrados. Llegaron sin ruido y con la promesa de no irse jamás. Se rumora que la gatocracia cultural es una cofradía secreta que busca dominar la ciudad mediante el arte. 


En Estambul -Catstambul para los iniciados-, los gatos son ciudadanos ilustres. Se acuestan en torniquetes de metro, sobre toldas de cafés o en los asientos del ferry. Observan orondos cómo turistas y vecinos les hacen reverencias o les dejan ofrendas. Desde hace tiempo son los guardianes de lo invisible: protectores de casas, imprentas, mezquitas y bibliotecas. Tanta es su influencia que Barack Obama acudió a una audiencia con Gli, la gata de Santa Sofía, cuyos ojos verdes parecían custodiar siglos de tradición. 

Guayaquil no tiene el acervo gatuno de Estambul, pero algo está pasando. El 1 de enero, el mundillo cultural guayaco perdió un latido: Una gata llamada Wanda, la engreída del Museo Antropológico y de Arte Contemporáneo (MAAC), agotó sus siete vidas y se fue al cielo felino. 

Quienes no supieron de su partida aún preguntan por ella y se encuentran con Bruno, el nuevo encargato. Llegó hace dos años. Flaco, joven, con un aire de poeta maldito. Dalia Hurtado, guardia del MAAC, cuenta que derrotó a Bebito, su único rival, y ahuyentó a otros gatos del Malecón. Ahora tiene alimento exclusivo, un trono sobre el counter y horarios para vigilar turistas. No se deja tocar por cualquiera: Observa. Decide. 

Bruno, el michi del MAAC. Foto: Kira Méndez Calderón.

Gatocracia guayaca 
Es posible que Bruno haya subido a Las Peñas y conozca a Palomo, el gato de pocas pulgas de la Casa Cino Fabiani. Su productor, Arnaldo Gálvez, relata que se lleva bien con las zarigüeyas y se calma con jazz, aunque no es un gato jazz. En las funciones se esfuma, pero en los ensayos ronda como un fantasma que susurra algún pas de chat a los artistas. La obra que ahora supervisa, ‘Retratos móviles’, es de danza inmersiva. Palomo ya eligió su asiento entre las sombras, donde su pelaje atigrado se confunde con el humo y las luces. 

Palomo, el michi de Casa Cino Fabiani. Foto: Kira Méndez Calderón.
Pero hay gatos que solo quieren ser gatos. Observan, duermen, comen. Nada más. Como Lola, la gata del edificio El Telégrafo de la Universidad de las Artes. No le interesa la arquitectura patrimonial ni los artistas efímeros, pero bien pudo inspirar un poema de T. S. Eliot. Hace cuatro años cruzó la calle desde un restaurante que cerró y adoptó el estacionamiento. Duerme cerca de las prensas o bajo los autos. Miguel Peralta la cuida al final del día, cuando los carros se van, el bullicio de la ciudad se vuelve ronroneo y su silueta, una sombra parda barrida por el viento. 

Los gatos, dice la etóloga felina Silvia Beltrán -gatóloga, corrige entre risas-, no piden permiso. “Si encuentran un sitio amplio donde protegerse de la lluvia y de los depredadores, van a tomar posesión del sitio”, explica. Los gatos no quieren agradar y más bien es el humano quien debe pedirles permiso para socializar. “Si ves a un gato dormido, lo mejor es no molestarlo porque necesita recuperar su energía. Pero si se te acerca, aprovecha para tomarle fotos o adoptarlo. Todo depende del gato, y si se acerca ronroneando, con la cabeza inclinada y te empieza a acariciar, es tu oportunidad”. Si no, también es amor dejar que se queden a distancia. 

Martín, el michi de la Casa de la Cultura. Foto: Kira Méndez Calderón.
Martín, el gato de la Casa de la Cultura Núcleo del Guayas, fue abandonado en el estacionamiento. Al principio se escondía, como si el edificio lo intimidara, pero la curiosidad lo salvó. Fue conquistando piso por piso la belleza del edificio patrimonial, y hoy duerme en el counter de la planta baja o en la oficina de la presidencia, donde Martha Rizzo lo consiente como si fuera parte del mobiliario histórico, pero mimoso. No asiste a los eventos, porque se estresa con las multitudes, pero se deja acariciar por los curiosos a la salida. 

“Si no se lo puede llevar a casa, hay que tener recursos para el gato que llega a un espacio cultural”, insiste Silvia. “No lo alimenten con sobras de humanos. Ni con cariño forzado. Denle comida especial de gato, agua limpia, arenero, veterinario para esterilizarlo y vacunarlo, y sobre todo, espacio”. 

Esa lección la entendieron Ana María Crespo y Santiago Dalgo desde el 2015. Empezaron como Bálsamos Lounge, y recién se redefinieron como El gato gordo. Conviven con libros, hamburguesas, cerveza artesanal y michis. Primero fueron Pichi y Biscuit, luego Mimi y sus hijas Mocca y Venus. Mimi, ahora retirada en un librero doméstico, vigila la invasión felina desde las sombras. Santiago dice que solo las lleva de visita al local para que no se estresen y para evitar que alguien, por error, se lleve gato por libro. Algunos juran que Mimi dirige la trama desde ahí, con las patas sobre mapas de ciudades imaginarias. 

¿Encontraron en teatros y museos el altar perfecto para ser dioses sin esfuerzo? ¿Tienen algún poder hipnótico? Se extraña a Wanda en el MAAC. También a Bertolt, el gato del Muégano Teatro que se mudó a un hogar normal durante la pandemia. Y aunque a veces aparece en algún reel, ya no se ve muy seguido a Bola 8, el catfluencer que recibe a los artistas y público del Teatro Sánchez Aguilar desde su inauguración hace trece años. No todos soportan el ruido mundano del arte, pero todos lo habitan, porque la cultura posee a quienes creen poseerlo. Igual que los michis.