Mafalda llegó a Guayaquil entre aplausos, risas y calor, acompañada por algunos de sus lectores más fieles y de la mano del escultor Pablo Irrgang. En plena esquina de 9 de Octubre y Escobedo, se incorpora a la historia de ese pedacito de la ciudad por donde pasaban tranvías, canillitas, comerciantes, opiómanos y personajes de ficción.
No es cualquier esquina. De la 9 de Octubre no se puede escribir nada que no se sepa ya. Pero la calle Escobedo es una esponja de la memoria en el mapa urbano de Guayaquil con una historia poco difundida. Fue conocida originalmente como la de los Trapitos porque allí se vendían telas, y con el tiempo, pasó a ser la Calle Maldita por culpa de los fumaderos de opio, a los que llegó el mismísimo Medardo Ángel Silva, tapiñado con su alias Jean d’Agréve, para contar ese submundo:
“El corredor es largo y oscuro. Huele a humedad, a tumba. Sobre las cabezas de los visitantes hilan sus telas frágiles las arañas silenciosas. Se oye el caer pesado de las cucarachas y el ruido áspero con que rasguñan las paredes.”
Pero Medardo no fue el único escritor en retratar la vida de esas calles. También deambularon por ahí Francisco Pérez Febres-Cordero y Jorge Martillo Monserrate, para luego inmortalizar una ciudad que se cae a pedazos, dejando en pie joyas patrimoniales como el edificio de El Universo. Y en la ficción, deambuló Octavio Ramírez, el hombre muerto a puntapiés en el cuento de Pablo Palacio.
La Mafalda de Pablo Irrgang
Pablo Irrgang se convirtió en el escultor oficial de Mafalda por casualidad, por una funcionaria que lo recomendó ante los vecinos del edificio donde vivía Quino. Pablo propuso hacer el diseño que conocemos y a Quino le encantó. Luego llevaron una Mafalda a Oviedo, cuando el autor recibió el premio Príncipe de Asturias, y ante la broma interna de llevar a Mafalda a todo el mundo, las invitaciones siguieron llegando.
A Pablo le encanta tener a Mafalda junto a un edificio patrimonial , inaugurado en 1924 por la Gran Logia Masónica del Ecuador, pero que luego funcionó como peluquería y restaurante y terminó convertida en la sede de Diario El Universo. Justo en esta esquina se asolea Mafalda desde el 25 de julio. No llegó a cortarse el pelo ni a tomar sopa, pero quién sabe. Como en otras ciudades de España, Argentina, Venezuela y Perú, descansa en una banca esperando turistas que quieran compartir con ella.
A pocos metros está la estatua del bombero, otra presencia instagrameable del sector. Puede que un día Mafalda se gradúe de guayaca y recorra la ciudad entre comerciantes informales, estudiantes y canillitas, buscando la sombra de los soportales mientras le pide a la madrina la única sopa que se va a convertir en su favorita: un buen encebollado con harto chifle.
Pero hoy, Mafalda es la niña que no se traga ni la sopa ni las mentiras. Sentarla ahí es un gesto político, poético y casi provocador. Ella, sin decir nada, observa el pasado masón, el presente trending, los incendios de antes y los de ahora. El humo viejo. El opio nuevo. El calor que descompone todo, incluso los discursos oficiales.
Mafalda se sienta ahí, sí, pero no para quedarse callada. Ella, como Martillo, como Artieda, como Silva, como Palacio, vendrá a decir lo que no se quiere decir. A mirar desde abajo para incomodar a los de arriba. A compartir su interés por la justicia con el investigador del cuento de Palacio:
—¿Y si en vez de estatuas, ponen escuelas, che?
—¡Ya cállate, niña, que aquí no es Argentina!
—¿Es que el mundo está mal repartido, viste? ¿Y si lo arreglamos desde esta esquina?
Mientras tanto, la sirena sonará como cada mediodía, marcando el minuto exacto en que Guayaquil se detiene a respirar, pensar y seguir sudando. Y allí estará ella con su mirada fija para sacarnos una sonrisa desde el fondo de la amargura. Una niña bacana que llegó a Guayaquil a recordarnos que todavía podemos preguntar. Que todavía podemos decir: esta sopa no me gusta, ñaño.
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