Publicado en revista Mundo Diners
Texto: Rafael Méndez Meneses
Fotos: Kira Méndez Calderón
Los espacios culturales de Guayaquil tienen gatos encerrados. Llegaron sin ruido y con la promesa de no irse jamás. Se rumora que la gatocracia cultural es una cofradía secreta que busca dominar la ciudad mediante el arte.
En Estambul -Catstambul para los iniciados-, los gatos son ciudadanos ilustres. Se acuestan en torniquetes de metro, sobre toldas de cafés o en los asientos del ferry. Observan orondos cómo turistas y vecinos les hacen reverencias o les dejan ofrendas. Desde hace tiempo son los guardianes de lo invisible: protectores de casas, imprentas, mezquitas y bibliotecas. Tanta es su influencia que Barack Obama acudió a una audiencia con Gli, la gata de Santa Sofía, cuyos ojos verdes parecían custodiar siglos de tradición.
Guayaquil no tiene el acervo gatuno de Estambul, pero algo está pasando. El 1 de enero, el mundillo cultural guayaco perdió un latido: Una gata llamada Wanda, la engreída del Museo Antropológico y de Arte Contemporáneo (MAAC), agotó sus siete vidas y se fue al cielo felino.
Quienes no supieron de su partida aún preguntan por ella y se encuentran con Bruno, el nuevo encargato. Llegó hace dos años. Flaco, joven, con un aire de poeta maldito. Dalia Hurtado, guardia del MAAC, cuenta que derrotó a Bebito, su único rival, y ahuyentó a otros gatos del Malecón. Ahora tiene alimento exclusivo, un trono sobre el counter y horarios para vigilar turistas. No se deja tocar por cualquiera: Observa. Decide.
Gatocracia guayaca
Es posible que Bruno haya subido a Las Peñas y conozca a Palomo, el gato de pocas pulgas de la Casa Cino Fabiani. Su productor, Arnaldo Gálvez, relata que se lleva bien con las zarigüeyas y se calma con jazz, aunque no es un gato jazz. En las funciones se esfuma, pero en los ensayos ronda como un fantasma que susurra algún pas de chat a los artistas. La obra que ahora supervisa, ‘Retratos móviles’, es de danza inmersiva. Palomo ya eligió su asiento entre las sombras, donde su pelaje atigrado se confunde con el humo y las luces.
Pero hay gatos que solo quieren ser gatos. Observan, duermen, comen. Nada más. Como Lola, la gata del edificio El Telégrafo de la Universidad de las Artes. No le interesa la arquitectura patrimonial ni los artistas efímeros, pero bien pudo inspirar un poema de T. S. Eliot. Hace cuatro años cruzó la calle desde un restaurante que cerró y adoptó el estacionamiento. Duerme cerca de las prensas o bajo los autos. Miguel Peralta la cuida al final del día, cuando los carros se van, el bullicio de la ciudad se vuelve ronroneo y su silueta, una sombra parda barrida por el viento.
Los gatos, dice la etóloga felina Silvia Beltrán -gatóloga, corrige entre risas-, no piden permiso. “Si encuentran un sitio amplio donde protegerse de la lluvia y de los depredadores, van a tomar posesión del sitio”, explica. Los gatos no quieren agradar y más bien es el humano quien debe pedirles permiso para socializar. “Si ves a un gato dormido, lo mejor es no molestarlo porque necesita recuperar su energía. Pero si se te acerca, aprovecha para tomarle fotos o adoptarlo. Todo depende del gato, y si se acerca ronroneando, con la cabeza inclinada y te empieza a acariciar, es tu oportunidad”. Si no, también es amor dejar que se queden a distancia.
Martín, el gato de la Casa de la Cultura Núcleo del Guayas, fue abandonado en el estacionamiento. Al principio se escondía, como si el edificio lo intimidara, pero la curiosidad lo salvó. Fue conquistando piso por piso la belleza del edificio patrimonial, y hoy duerme en el counter de la planta baja o en la oficina de la presidencia, donde Martha Rizzo lo consiente como si fuera parte del mobiliario histórico, pero mimoso. No asiste a los eventos, porque se estresa con las multitudes, pero se deja acariciar por los curiosos a la salida.
“Si no se lo puede llevar a casa, hay que tener recursos para el gato que llega a un espacio cultural”, insiste Silvia. “No lo alimenten con sobras de humanos. Ni con cariño forzado. Denle comida especial de gato, agua limpia, arenero, veterinario para esterilizarlo y vacunarlo, y sobre todo, espacio”.
Esa lección la entendieron Ana María Crespo y Santiago Dalgo desde el 2015. Empezaron como Bálsamos Lounge, y recién se redefinieron como El gato gordo. Conviven con libros, hamburguesas, cerveza artesanal y michis. Primero fueron Pichi y Biscuit, luego Mimi y sus hijas Mocca y Venus. Mimi, ahora retirada en un librero doméstico, vigila la invasión felina desde las sombras. Santiago dice que solo las lleva de visita al local para que no se estresen y para evitar que alguien, por error, se lleve gato por libro. Algunos juran que Mimi dirige la trama desde ahí, con las patas sobre mapas de ciudades imaginarias.
¿Encontraron en teatros y museos el altar perfecto para ser dioses sin esfuerzo? ¿Tienen algún poder hipnótico? Se extraña a Wanda en el MAAC. También a Bertolt, el gato del Muégano Teatro que se mudó a un hogar normal durante la pandemia. Y aunque a veces aparece en algún reel, ya no se ve muy seguido a Bola 8, el catfluencer que recibe a los artistas y público del Teatro Sánchez Aguilar desde su inauguración hace trece años. No todos soportan el ruido mundano del arte, pero todos lo habitan, porque la cultura posee a quienes creen poseerlo. Igual que los michis.
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