Los largos planos secuencia permiten mantenernos en la reflexión sobre las ideas que Tarkovski plantea a cuentagotas, centrarnos en los personajes, aprehender la poesía visual que solo puede dar el cine. No se trata de imágenes que “vibran”, como en el documental 48. Es el tiempo el que transcurre en un plano, dando al espectador más que una simple imagen.
El fuego no es un purificador de lo que está mal en el mundo, es un fuego de sacrificio, con el que Alexander se desprende de todo para retribuir a Dios por el hecho de salvar a la humanidad. Actitud pretenciosa por su parte: creer que es el salvador del mundo solo porque se acostó con una bruja. Salvar a un mundo que no sabe que ha sido salvado solo puede traer una consecuencia: Alexander se convierte en un marginal, en un loco. Su familia no lo entiende y la consecuencia lógica es el encierro.
La película culmina con el hijo de Alexander junto al árbol. El niño se convertirá en el monje que lo haga florecer, como en el relato inicial, en que Alexander habla sobre la importancia de tener un método. O como explica Guillermo Samperio:
El suceso del árbol seco que florece, con el cual Tarkovsky inicia la película (los japoneses lo llaman ikebana) es muy importante porque nos remite a la humanidad sin espíritu, que sólo florecerá cuando sus individuos con fe y profundo misticismo cambien. Y ellos, en rigor, serán los que permuten la dirección que lleva la humanidad hasta nuestros días.Ante el fin del mundo que preveía, Alexander se salva mediante el sacrificio, pero había otra opción, la opción que sí podrá tomar su hijo: la constancia. Se puede lograr un cambio gradual mediante mediante la práctica, mediante un método.
Rafael Méndez Meneses
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