A fines de los 70 estudié Leyes en la Pontificia de Hernán Malo, en esa universidad donde el discurso de Leonardo Boff y de Paulo Freire nos hizo empezar a soñar en un mundo mejor. Muchos tomaron otro camino, algunos, seguimos soñando. Estudié leyes a fin de convertirme en Robin Hood, no lo logré y me hice librera. Reemplacé los códigos por los textos literarios y sigo soñando, vendiendo libros en la librería Rayuela y, a veces, escribiendo.
Dejé las leyes para siempre, odio la política y los juegos de poder. Sin embargo, es imposible vivir al margen de lo que pasa. Sería lindo no salir de mi mundo poblado por niños olvidones y niñas peripecias, pero no puedo, la gente opina, dice, maldice, habla y predica sobre las leyes. Las miro de reojo pero termino leyéndolas, intentando comprenderlas.
La Ley de Comunicación es una de las más comentadas, y a propósito de ella me viene un recuerdo, un episodio que me trastocó todo, que hizo que la tristeza se instalara en los ojos de papá por el resto de su vida. Papá fue un médico maravilloso y la persona más íntegra que yo haya conocido, él era subdirector del área médico-social del IESS y no toleraba un regalo o una alabanza, en su mente sólo cabía una idea: el servicio a los afiliados. Los sábados él iba al hospital Carlos Andrade Marín, allí visitaba enfermos, revisaba que todo funcionara bien y que estuviera impecable. Una ocasión me llevó con él a la cocina, y, al entrar, los saludos y la amabilidad de las cocineras no se hicieron esperar. Una de ellas me sirvió una provocativa gelatina verde, yo, golosa e ilusionada me disponía a probarla cuando sentí la mano de papá que me detenía y retiraba el plato para devolverlo diciendo les agradezco enormemente, pero esto se hizo con plata de los afiliados y es únicamente de ellos.
En la época de la dictadura mi papá fue acusado por los Tribunales Especiales por haber hecho compras innecesarias y, además, sacado provecho personal.
Jamás olvidaré la mañana en que papá lloraba como un niño mientras leía, en el periódico, un enorme titular que decía algo así: Dr. Marco Varea Terán con boleta de captura por cometer irregularidades… Los medios de comunicación de la época se ensañaron, la orden de prisión nunca existió, pero se “llenaron la boca” acabando con su honra.
Años más tarde, después de un juicio documentado hasta la saciedad, la Corte Suprema dictó una sentencia en la que decía que sobre papá no caía ni una brizna de sospecha. Esta vez, la noticia no salió en la primera sección del diario, y no era más grande que un aviso clasificado de Extranjero vende.
A papá la desilusión le ganó la partida, nunca volvió a reír con la intensidad que solía hacerlo, no era raro encontrarlo llorando solo mientras leía la sentencia, la tristeza se mudó a nuestra casa y allí se quedó. Jamás los medios de comunicación asumieron su responsabilidad de acusar a un hombre decente, jamás supieron del daño que causaron en mi familia.
Cierro mis recuerdos, seco mis lágrimas y me pregunto: ¿será tan mala esta nueva Ley de Comunicación?
miércoles, noviembre 25, 2009
De leyes y recuerdos
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