Reportajes publicados en Revista Mundo Diners #352
Santay: del muelle a los puentes
Por Ileana Matamoros
Fotos: Rafael Méndez Meneses y Dep. Comunicación Ministerio de Ambiente
Una inversión estatal que hasta ahora supera el millón y medio de dólares convertirá a la Isla en un circuito eco turístico para Guayaquil y cambiará la vida de sus 257 habitantes.
Alborotados por la inauguración del muelle y la visita de la Ministra de Ambiente, aquella mañana de junio, cerca de 40 niños y niñas la escuela Jaime Roldós, de la isla Santay, se subieron con sus dos maestras en las canoas de sus padres y vecinos para avanzar por el río Guayas hacia el lugar. A esa hora del día, con la marea alta, era la única forma de llegar a tiempo a ese punto de la isla. “¡Los chiquitos van conmigo!”, gritó Ena Gomero cuando sus alumnos se lanzaron en tropel al abordaje, y de inmediato unos siete pequeños que ya sabían que era con ellos, se voltearon corriendo hacia ella. Sus uniformes lucían impecables pero algunos iban descalzos, en la verde isla-manglar que queda frente a Guayaquil es una manera de lidiar con el lodo y salvar los zapatos. Desde la rivera un par de fieles perros persiguieron las canoas de los niños saltando sobre riscos de lodo y cruzando a nado dos esteros, hasta que llegaron al muelle cubierto de 80 metros de largo que costó cerca de 360 mil dólares y era a la fecha –junto a la escuela, levantada hace menos de dos años a un costo de 174 mil dólares-, la obra pública más importante que ha tenido la isla. Los chicos hicieron una calle de honor para la ministra Aguiñaga tal como en marzo del año pasado, cuando los visitó el presidente Rafael Correa para oficializar la declaratoria de inclusión de la isla en el Sistema Nacional de Áreas Protegidas. El Ministerio de Ambiente compró hace un año la isla al Banco Ecuatoriano de la Vivienda por más de 10 millones de dólares y ya empezaron los grandes cambios para Santay y para sus 257 habitantes.
Muchos guayaquileños aún se sorprenden cuando se enteran de que la Santay está tan poblada. Pero allí al frente del Malecón 2000, a 800 metros cruzando el Guayas viven 56 familias. La mayoría son pescadores y habitan en 46 casas sin alumbrado ni energía eléctrica (algunas familias comparten generadores que utilizan por las noches), ni telefonía, agua potable, o cualquier otro servició público, de hecho antes de 1999 no había ni escuela. Allí todos recuerdan cuando la ONG Amigos de la Santay creada por el José Delgado, un ingeniero naval que en los 90 se vinculó a la isla, consiguió el dinero y construyó la primera con la ayuda y gratitud de la población. Otro de los grandes orgullos de isla es su primer bachiller, Álvaro Domínguez, que acaba de terminar el colegio a distancia y ya aprobó el preuniversitario de biología marina. Ahora que la DINSE les hizo la nueva escuela, “la vieja” hace las veces de centro comunal y piensan instalar en ella un museo y centro de interpretación, porque el futuro de las 2.200 hectáreas de esta inmensa isla será el ecoturuismo.
En el 2000, por gestiones de Amigos de Santay, la isla fue declarada Área Protegida Internacional a través de la Convención Ramsar, que determina los humedales de importancia mundial. Ese mismo año el gobierno de Gustavo Noboa firmó un decreto que autorizó al Banco Ecuatoriano de la Vivienda, el propietario legal de la isla, a realizar contratos y convenios para desarrollar en la isla un proyecto ecológico y turístico. Y en 2001 el BEV cedió la Santay en comodato por 80 años a la fundación Malecón 2000, que había sido creada por el alcalde Jaime Nebot para construir y administrar el conocido complejo a orillas del río Guayas y otras obras de la llamada regeneración urbana de la ciudad. Pero la administración de Malecón 2000 no produjo mejoras importantes ni en la infraestructura turística de la isla, ni en la calidad de vida de sus habitantes.
Sucede que desde los 80 la ocupación de estas tierras por los isleños ha sido informal, pues nunca han tenido la propiedad legal, e incluso han llegado a ser tratados como “invasores”, aunque más de la mitad haya nacido allí. Son descendientes de los empleados de las grandes haciendas ganaderas y arroceras que prosperaron en la isla desde los años 40, que fueron expropiadas por decisión del presidente Jaime Roldós tras declarar los terrenos de la isla “de interés social”. Uno de los antiguos propietarios de la Santay era Jaime Nebot Velasco, padre del actual alcalde de Guayaquil, y desde el Congreso, León Febres Cordero fue el mayor opositor de la expropiación. Roldós pensaba crear allí un espacio recreacional y de vivienda pero tras su muerte, el caso pasó de la polémica al tabú. Ninguna obra realmente importante se pudo concretar y sus habitantes continuaron olvidados y cada vez más pobres. Año a año los peces fueron menos y los turistas llegaban de a gotas. Los Guayaquileños han escuchado planes de todo tipo para la isla verde de enfrente: construir allí un parque tipo Disney, un gran monumento, hasta un aeropuerto, pero nada de eso, ni siquiera un muelle. Hasta ahora.
Aquella mañana la Ministra Aguiñaga y su comitiva, después de conocer el muelle, saludar a los niños y almorzar con los adultos, revisaron el inminente avance de la Ecoaldea, un proyecto habitacional de 56 casas elevadas con energía solar, agua potable y baños a dónde dentro de poco se mudarán los santileños. También se construyen cuatro kilómetros de senderos elevados para que la isla pueda recibir turismo todo el año, pues en verano es posible caminar con cuidado por algunos caminos, pero las lluvias de invierno convierten a la isla en un pantano inaccesible. La inversión por las obras de Santay supera el millón y medio de dólares y es parte del plan Guayaquil Ecológico, que incluye la creación del Parque de Samanes y la recuperación del estero Salado.
Pero el proyecto más importante estaría por venir: los puentes. Estructuras peatonales y de ciclovía de 800 y 1.2000 metros, que unirían a Santay con Durán y Guayaquil respectivamente. Para ello el Miduvi ya ha contratado sendos estudios que suman más de 600 mil dólares. ¿Qué pasará cuando la agitada vida de Guayaquil y Durán pueda pasar a pie a la plácida isla Santay? Seguro que un paseo por Santay será un respiro importante para cualquier habitante del Puerto Principal, la urbe con menos áreas verdes por habitantes de país… Hoy por hoy los santileños miran con recelo a Guayaquil y a sus noticias de violencia. A pesar de la pobreza ellos saben que viven en un paraíso, son gente buena y sencilla del manglar, y aunque están a sólo 15 minutos en lancha del mercado de la Caraguay, los padres temen la hora de que sus hijos al colegio en la ciudad, y cuentan historias de chicos que regresan asustados y sin ganas de volver a estudiar. Sin embargo las obras los tienen emocionados. El muelle y las casas con agua potable, luz permanente y baños será el principio, esperan que con la llegada de los turistas sus ingresos mejoren y empiece una nueva era de prosperidad para la isla.
Tras décadas de sentir que los “querían botar” (en el 2000 el BEV les hizo firmar un acuerdo de voluntades por el que les permitía vivir en la isla como guardianes ad honoris para evitar invasiones, comprometiéndose a abandonar la isla cuando el banco lo disponga) ahora se sienten más respaldados, aunque la tenencia legal de aquella tierra en que nacieron ellos y sus hijos no esté dentro de los planes del Gobierno. Al ser un área protegida, “lamentablemente no les podemos dar escrituras públicas porque tenemos restricciones de índole constitucional”, dice la Ministra de Ambiente, “pero las familias que se ha identificado en el censo tienen un acuerdo con el Ministerio para que tengan la posibilidad de estar como pobladores indefinidamente. Su estadía está totalmente legalizada”, asegura Aguiñaga.
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Al otro lado del río
Por Marcela Noriega
Fotos: Amaury Martínez y Rafael Méndez Meneses
En la Isla Santay, frente a Guayaquil, el pasado es una fotografía donde los más viejos ríen, el presente ha sido pobreza e incertidumbre, pero el futuro esta vez sí, parece promisorio.
Cuando todo está oscuro y la Santay es un tibio silencio, el Tintín –un enanito cabezón que en las fábulas montubias siempre deja embarazadas a melenudas y cejonas- suele lanzar silbidos ululantes. Dicen que cuando le gusta una mujer es capaz de dormir a todos los que están alrededor de ella de un solo chiflido. Pero no solo el Tintín ronda en las noches, también están la Tintina –sobra decir quién es- y el Duende, ese que hizo huir a una chica de la isla, porque “la perseguía a todas partes”. Benito está sentado en un viejo tronco y cuenta historias de nomos encantados como si fueran viejas noticias. El sol está por caer. La superficie del río se agita, y él ha amarrado con fuerza su canoa a motor. Pronto subirá a su casa para dormir. En Santay las personas viven en lo alto, como los pájaros en los árboles.
Benito Parrales nació hace 65 años en esta isla rodeada de manglares, humedales de agua dulce y salada, sabanas y pastizales. Su madre murió cuando él era un bebé de tres meses. Lo crió Primitiva Lindao, la mejor de las parteras. El cholo ríe con fuerza y tiene mirada juguetona. Con su camisa estampada y abierta, su pantalón de tela, su machete en el cinto, su reloj bañado en oro y su facha de ganador, no es cualquier pescador. De hecho, a los 65 años, este hombre nacido en Santay es guía turístico, presidente de la asociación de pescadores y tiene un oficio que a cualquier venado espantaría: cuidador de cocodrilos. Sí. Cuida los once cocodrilos que viven en Santay en calidad de atracción turística – hoy por hoy casi la única, si es que a uno no le interesa conocer los cinco tipos de manglar que tiene la isla.
El padre de Benito había llegado desde Santa Elena atraído por el trabajo. Era peón en la hacienda de los “Guzmanes”, uno de los siete feudos ganaderos que existían en lo que todos aquí recuerdan como “la buena época” de Santay, esa que empezó en los años 40 y se acabó en los 80 con la expropiación de las haciendas, que estaban dedicadas a la ganadería lechera, a la producción de arroz y de carbón.
En la memoria de Santay el pasado es una fotografía donde todos ríen, o al menos los más viejos. En el tiempo de las haciendas esto era limpito, construimos casas grandes, había cualquier cantidad de vacas, desayunábamos con leche y había trabajo lo que quiera, la gente de la Península, Durán y hasta de Guayaquil venía acá a emplearse, dice cada uno a su tiempo.
A partir de la venta de las haciendas, a los nativos no le quedó más que volcarse al único empleo disponible: ser pescador. Y empezaron a vivir como lo hicieron los antiguos habitantes del mundo: de la pesca, la caza y la recolección. Las pocas familias de la isla, los Domínguez, los Parrales, los Torres, los Achiote y los Cruz se hicieron diestros con el trasmallo, la calandra y el anzuelo.
“Ahora es que hay esta pobreza. No hay ni peces en el río, cada vez nos tenemos que ir más lejos. Nos vamos un día y nos quedamos dos, tres, buscando pesca. Creo que San Pedro está bravo porque no le hemos cumplido, por eso no hay peces. Queremos hacerle una llave, el altar y sacarlo a pasear en canoa por toditito el río para que esto mejore”, piensa Benito, quien se ha promocionado como el organizador de la fiesta del santo en la que habrá cerveza, aguardiente guanchaca y bailarán tres o cuatro días”.
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Lorenzo Achiote, el más viejo de la isla, nació hace 78 años en la isla y creció en la misma hacienda de la familia Guzmán. Pasa sus días mirando por la ventana como si con los ojos pudiera atrapar el pasado, pero “hasta los lentes me fallan”, rezonga. “Yo era bueno, sanito, me cruzaba el río a remo. Rema que rema, rema que rema, desde los 12 años. Y ahora ¡míreme! Antes teníamos leche y queso en el desayuno, ahora no tenemos nada”. Atrás quedaron los días de diversión al otro lado del río, las mujeres, el trago, la pesca, la vida. Un derrame le ha dejado paralizada la mitad del cuerpo. Se levanta como puede, ayudado por su mujer e insiste en enseñar cómo vivía antes, y cree tener en un cartón viejo la prueba de su antigua alegría. Su sala está abigarrada, tiene cositas viejas y polvorientas en cada rincón. Pero la única habitación de la casa, donde duermen él, su esposa y dos de sus seis hijos, es un cuadro lamentable.
--Venga vea este cartón lleno de ropa que tengo, yo sí me vestía bien, venga, vea, para que no diga que soy un viejo mentiroso-, dice. Lo abre y muestra una pila de camisas bien planchadas que parecen no haber sido usadas en mucho tiempo. --Y toda esta mochila de acá está llena de camisetas. Yo sí era una persona decente, me sabía vestir. Tenía hartas mujeres-.
En el 2001, en el gobierno de Gustavo Noboa, el ya desaparecido Banco Ecuatoriano de la Vivienda le cedió la isla, así como se cede un pedazo de jardín, en fideicomiso a la Fundación privada Malecón 2000. Entonces, todo empeoró para los isleños. Entre las reglas estaban: no pintar las casas de ningún color. “Nos ponían a echarle diesel a las casas para que luzcan amarillitas, no blancas. Nosotros le echábamos diesel, gastábamos en eso, pero luego con el sol se le salía”, se acuerda, no sin coraje, Jaqueline Achiote, una mujer de 46 años, que como casi todas en este lugar apenas terminó la primaria.
No solo eso: si alguien se enamoraba de un foráneo, tenía que irse a vivir fuera de la isla. Nadie de fuera podía ir a vivir a Santay. “Nos decían que si nosotros nos queremos ir a Guayaquil que vayamos, pero que nadie venga para acá. Nosotros no les hacíamos caso”, comenta Jaqueline. Para ella y para el resto los nueve años que estuvo la Fundación a cargo de la isla fueron tristes.
Quizá lo peor fue que les hicieron derrumbar sus casas –algunas grandes, de madera y con techos de paja- para construir las 56 viviendas gemelas donde ahora viven apiñados y con calor porque todas tienen techos de zinc. Esas casas costaron $1.500 y las tuvieron que levantar con sus propias manos. Con la llegada del Gobierno, la construcción de una ecoaldea con casas de 18 mil dólares, paneles eléctricos, el muelle, y los senderos elevados, a los isleños les ha regresado también la esperanza de que las cosas cambien.
“Nosotros esperamos que el gobierno consiga mejoras para nosotros. Ahora estamos en sus manos. Eso es mejor pensamos. Porque la Fundación era privada y no nos pagaba por el trabajo que hacíamos, por rozar, por mantener la isla. Nosotros teníamos que poner nuestra mano de obra”, recuerda Jaqueline, quien es guía y ya está viendo algún cambio significativo. Antes por cada turista, la Fundación, les pagaba 15 centavos y ahora cobran 1,25 dólares.
Los hombres regresan de la pesca, las mujeres los esperan en las casas con la comida. Los niños juegan en medio de los matorrales. Leonardo, de 9 años, se entrena como guía. “En esa casa venden galletas, en la otra pan de ese que viene en funda, en la otra cola, más allá cerveza”, dice mientras juega con unos imanes que se encontró en un árbol. Parece conocer cada árbol, cada truco del río. Le divierten los turistas y los pocos curiosos que se asoman a su isla. Él no tiene memoria de las haciendas, está estudiando en la escuela y no quiere ser pescador, sino arquitecto. Aunque entre un carro y una canoa, se queda con la canoa. Leonardo mira al futuro con entusiasmo, aprende a ganarse la vida; estira la mano y dice: es un dólar por el recorrido.
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